jueves, 20 de junio de 2013

AURA



El avión de Aura sale a las cinco. Un invierno prematuro le da como regalo de despedida una llovizna que ella atiende de rato en rato por la única ventana de su habitación, cuando cede una pausa a la lectura de una carta ya leída muchas veces. Dobla el papel con un cuidado infinito, mientras se dice que no habrá una próxima ocasión. Lo mira por un momento, sin saber que hacer con él. Opta por dejarlo sobre la cama, junto al resto de ropa que aún no ha empacado. Sólo entonces, mirando el cielo oscuro, se pregunta si alguna vez dejará de llover.

 Termina de empacar y deja la valija junto a la puerta del vestíbulo. De regreso al cuarto, se detiene un momento para ver una foto en donde él la abraza frente al espejo. Parecen salidos de un comercial. Dentro de poco serán siete años, piensa, y no puede evitar una comparación. Siente algo hostil en esa foto, como si le hiciera un reproche. En ella, Aura sostiene la estatuilla de porcelana que le regaló cuando celebraron su primer aniversario. Una doncella montando un Pegaso que, con las alas extendidas, parece emprender el vuelo. No le había gustado entonces, la encontraba insoportable ahora, como si ennobleciera algo en lo que no creía, algo en lo que, ahora se daba cuenta, tal vez nunca creyó. A pesar de todos sus esfuerzos por mandarla a algún cajón olvidado seguía ahí, en el pedestal de madera que él talló, en el lugar que ocupó y nunca había dejado desde que llegaron hace cinco años a esa casa que nunca pudo sentir suya. Se supone que es una  alegoría a la libertad - dijo él cuando se la puso entre las manos- por lo menos eso me dijo el que me la vendió jajaja, pero sabes, yo quiero que represente más que eso, quiero que sea un símbolo del amor que hay entre tú y yo. Aura piensa en estas cosas mientras la observa, sorprendida del profundo vacío que la invade. Vacío que no sabe ocultar el brillo de rencor que se esconde en el último resquicio de sus ojos rojos.

 El teléfono suena un par de veces pero no le hace caso. Suena un poco más. Cuenta otra vez el dinero que tiene, que no es mucho. Por un momento no puede creer lo que está haciendo, pero igual mete los billetes en el bolso. Siempre es terrible pensar en comenzar otra vez de cero y Aura teme por lo que vendrá. Después de todo, quién podía imaginar que a ella, precisamente a ella, le pasaría esto. Tarde se da cuenta que la felicidad no pasa de ser una palabra que se escribe en minúscula sobre el aire, que en el momento menos pensado tus sueños pueden volverse en contra tuya, que tarde o temprano todo lo que el hombre levanta se derrumba, así sea en un día, meses (el amor eterno dura un  poco más de dos meses) o años.

Empieza a cambiarse. Lo menos que puede hacer por si misma es sentirse cómoda con lo que llevará puesto: jeans azules, polo blanco y, por el clima, abrigo negro. Alza el teléfono y pide un taxi. Se siente tan sola, pero no tiene a quién acudir. De repente todo le parece caprichosamente arreglado, como si su vida hasta ahora hubiera sido una broma de mal gusto por la cual ya ni siquiera vale la pena llorar.

El taxi llegará de un momento a otro. Se siente cada vez más lejos de lo mejor de todo. Recuerda paseos por el parque, recuerda noches de amor y alcohol, recuerda muchos despertares a su lado, una vida que no era suya, que no le correspondía y por esas cosas le tocó vivir. Vuelve a mirar la estatuilla y siente como se apaga su último rescoldo de dolor y en su lugar nacer un cariño indescriptible por ella, el mismo que se siente por los momentos pasados, por las cosas que nos hicieron felices y que ahora, a la luz de una realidad que sólo entiende de verdades transitorias y mentiras a medias, descubrimos que no eran tan falsas como nosotros creíamos y sospechamos, con temor, que pudieron ser lo más verdadero y hermoso de nuestras vidas. Aura siente un nudo en la garganta y una tibia lágrima que recorre su rostro sin apuro, hasta morir en la comisura de sus labios apretados. En eso, llaman a la puerta...

Son las diez de la noche. Él ha llegado a casa con un gran ramo de rosas para su mujer. Le sorprende que no haya venido a recibirlo al abrir la puerta y más aún que todo el departamento se encuentre a oscuras. Enciende la luz y ve sobre la mesa un martillo, pedazos rotos de porcelana y un papel cuidadosamente doblado. Intrigado, coloca las rosas en la mesa y se dispone a tomar el papel, mientras se pregunta qué carajos pasa aquí. Hoy cumple cuatro años de casado.

                                                 

Escribe: Rogger Acosta Tirado



 

miércoles, 19 de junio de 2013

VISIÓN NÚMERO UNO: CREPÚSCULO


Herido va el ciervo..., herido va; no hay duda.
Gustavo Adolfo Bécquer, Los ojos verdes.

En una tarde tranquila, el joven cazador acorrala al fin a su presa. Ésta, atemorizada, sólo puede vislumbrar a medias la presencia de su oponente. El miedo es tan grande que no puede verlo, sólo consigue sentir muy débil su olor, su respiración suave y acechante y se mueve frenéticamente tratando de escapar. Al mismo tiempo, el cazador empieza a preparar con calma su arma. Se ha dado cuenta que no lo ha visto. Puede oler su temor mientras  apunta con pulso firme a la cabeza. Poco a poco al no encontrar a su oponente, la presa empieza a tranquilizarse, empieza a sentirse segura, confía en que su vida no corre peligro, se queda quieta, sus sentidos se calman y únicamente entonces voltea la cabeza para encontrarse con los ojos del cazador. Éste ve el derrumbe y la triste resignación de su víctima y siente que algo falla dentro de sí. Por un instante vuelve la duda de siempre y se pregunta si no sería mejor dejarla ir, si acaso prefiere no completar el encargo y perdonarle la vida. Al ver sus ojos dentro de esos otros ojos, se pregunta otra vez si el camino que ha tomado es el correcto, y baja la guardia. La presa ve su confusión.  El instinto le dice que ésta es la única oportunidad y  con decisión se lanza con furia sobre él. Como si fuera un reflejo, el cazador levanta el arma y dispara en seco. La presa no ha oído nada y sólo siente algo caliente que corre por su pecho. Dando tumbos cae y comienza a desangrarse efusivamente. No se mueve. No hace ruido. Lenta e inexorable, la vida empieza a irse de su cuerpo. El cazador la observa  atento mientras saca algo de su bolsillo.

-El concierto terminó, pasen a recoger a la estrella.

Un auto frena en la entrada del callejón. Nuestro cazador guarda su arma y, radio en  mano, se dirige con pasos cansados a él. Se ha abierto la puerta y salido de su interior una mujer -negro el cabello, verdes los ojos- que, esbozando una sonrisa, lo parece esperar.

-Te has demorado demasiado, dice.

-No es asunto tuyo -responde el cazador mientras ingresa al auto, sin mirar a la mujer que ahora se deleita con la agonía del hombre tirado a sus pies; con la sangre que brota sin control de la mortal herida y que ha formado alrededor suyo una especie de rosa carmesí. Falta muy poco, piensa. Pronuncia algo, una palabra, un nombre ante el cual la víctima, utilizando las pocas fuerzas que le quedan, se incorpora desesperada para buscar su origen, hasta toparse finalmente con aquellos duros ojos verdes. Entre tinieblas la ve acercarse más y en su rostro se dibuja una breve sonrisa, antes de desplomarse sobre el ensangrentado pavimento. A su lado, la mujer saca de su abrigo una automática calibre treinta y dos, escupe a la presa con un desprecio inconcebible y le encaja un tiro en la frente. Satisfecha con el resultado de la misión, regresa tranquila al auto, enciende un cigarrillo y le ordena al chofer tomar dirección norte. Mientras, acurrucado en el asiento, el cazador de ojos tristes ve morir el sol en occidente.

Escribe: Rogger Acosta Tirado