Herido va el ciervo..., herido va; no hay duda.
Gustavo Adolfo Bécquer, Los ojos verdes.
En una tarde tranquila, el joven cazador acorrala al fin a su presa. Ésta, atemorizada, sólo puede vislumbrar a medias la presencia de su oponente. El miedo es tan grande que no puede verlo, sólo consigue sentir muy débil su olor, su respiración suave y acechante y se mueve frenéticamente tratando de escapar. Al mismo tiempo, el cazador empieza a preparar con calma su arma. Se ha dado cuenta que no lo ha visto. Puede oler su temor mientras apunta con pulso firme a la cabeza. Poco a poco al no encontrar a su oponente, la presa empieza a tranquilizarse, empieza a sentirse segura, confía en que su vida no corre peligro, se queda quieta, sus sentidos se calman y únicamente entonces voltea la cabeza para encontrarse con los ojos del cazador. Éste ve el derrumbe y la triste resignación de su víctima y siente que algo falla dentro de sí. Por un instante vuelve la duda de siempre y se pregunta si no sería mejor dejarla ir, si acaso prefiere no completar el encargo y perdonarle la vida. Al ver sus ojos dentro de esos otros ojos, se pregunta otra vez si el camino que ha tomado es el correcto, y baja la guardia. La presa ve su confusión. El instinto le dice que ésta es la única oportunidad y con decisión se lanza con furia sobre él. Como si fuera un reflejo, el cazador levanta el arma y dispara en seco. La presa no ha oído nada y sólo siente algo caliente que corre por su pecho. Dando tumbos cae y comienza a desangrarse efusivamente. No se mueve. No hace ruido. Lenta e inexorable, la vida empieza a irse de su cuerpo. El cazador la observa atento mientras saca algo de su bolsillo.
-El concierto terminó, pasen a recoger a la estrella.
Un auto frena en la entrada del callejón. Nuestro cazador guarda su arma y, radio en mano, se dirige con pasos cansados a él. Se ha abierto la puerta y salido de su interior una mujer -negro el cabello, verdes los ojos- que, esbozando una sonrisa, lo parece esperar.
-Te has demorado demasiado, dice.
-No es asunto tuyo -responde el cazador mientras ingresa al auto, sin mirar a la mujer que ahora se deleita con la agonía del hombre tirado a sus pies; con la sangre que brota sin control de la mortal herida y que ha formado alrededor suyo una especie de rosa carmesí. Falta muy poco, piensa. Pronuncia algo, una palabra, un nombre ante el cual la víctima, utilizando las pocas fuerzas que le quedan, se incorpora desesperada para buscar su origen, hasta toparse finalmente con aquellos duros ojos verdes. Entre tinieblas la ve acercarse más y en su rostro se dibuja una breve sonrisa, antes de desplomarse sobre el ensangrentado pavimento. A su lado, la mujer saca de su abrigo una automática calibre treinta y dos, escupe a la presa con un desprecio inconcebible y le encaja un tiro en la frente. Satisfecha con el resultado de la misión, regresa tranquila al auto, enciende un cigarrillo y le ordena al chofer tomar dirección norte. Mientras, acurrucado en el asiento, el cazador de ojos tristes ve morir el sol en occidente.
Escribe: Rogger Acosta Tirado
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